jueves, 24 de marzo de 2016

1.2 Encuentro

No olvides el capítulo anterior:
Capírulo 1: Conexión



Primera Parte: LAS PARTES DE UNA MUÑECA
Capítulo 2: ENCUENTRO









El sonido de la lluvia, y el profundo aroma a humedad, penetraron por la ventana que Nobu había abierto. Una brisa de agua y aire fresco que transformaba sus labores en tareas nuevas.
La Cueva –como le llamaban ellos– era un garaje ubicado en un bulevar  escondido al que sólo podían acceder unos pocos. Ni siquiera las empresas para las que hacían sus trabajos sabían el sitio exacto donde operaban Rei, Hayate y Nobu, grupo conocido entre los clientes como el «Fatum[1] Group». Los lugares en que ocurrían las transacciones y negociaciones con estas compañías eran generalmente callejones oscuros o cafeterías dispuestas en los rincones más alejados de la ciudad. De esa forma, la estrategia les permitía estar a salvo del A.F.C.I.: La Agencia Federal para el Control de la Información. O, como le llamaban en el underground: la Agencia Fetal para Clonar Incompetentes.
            Como era normal, el primero en llegar a La Cueva fue Hayate. Fumó el cigarrillo de todos los días, junto a un café caliente de la dispensadora, y comenzó su rutina de preparar los programas que Rei luego revisaría, antes de terminar los trabajos pendientes del día anterior. Nobu apareció poco después. Grandulón, fornido y bonachón. Se quejó por el humo, abrió las ventanas, y se ubicó en su rincón –que él llamaba «el Taller»– para reparar, armar o mejorar la nueva generación de máquinas que utilizaría el grupo.
            Que lloviera no era un asunto atípico. Por el contrario, lo extraño era que no lloviera. El clima, tal como predecían los pronósticos, estaba cambiando. Los cielos cubiertos de nubes negras era cosa de todos los días. También la lluvia ácida, con restos de ceniza o sustancias potencialmente peligrosas para el organismo. A Hayate y Nobu la lluvia les molestaba en sobremanera. A Rei, en cambio, le gustaba. La lluvia lo transformaba todo en un sitio familiar. Para decirlo con franqueza, era el único momento en el que se sentía así. Si eso cambiara, el mundo se volvería un sitio más hostil, oscuro y repulsivo de lo que ya le resultaba.
            Más allá de eso, el mundo era territorio enemigo.
            Tierra de Nadie.
            Cuando sucedió el primer apagón informático que padeciera La Cueva –el único explicable–, Hayate hablaba abiertamente con Nobu acerca de algo que había leído en un foro de noticias. Tampoco eso era nada atípico. Estaban los dos solos, Rei no había llegado aún, y el atardecer se acercaba lentamente a sus últimos instantes de luz. Así y todo, la noticia era de esas que no se veían a diario. Se trataba sobre la repentina muerte de las aves en toda la ciudad. Al principio comenzó como un hecho aislado, pero luego fue cobrando notoriedad. El sitio donde se hicieron ver los primeros casos fue –como no podía ser de otra manera– en los parques y templos. De pronto las aves se desplomaban sin razón alguna y fallecían entre espasmos, como si se tratara de un extraño virus. Cuerpos emplumados empezaron a aparecer por doquier, por lo que al principio se asoció  el fenómeno a la contaminación ambiental. Otro efecto más, para la colección. Luego, como un preludio, los cadáveres comenzaron a surgir en cada esquina, en cada callejón, en la puerta de cada casa, en la entrada de todo edificio a lo largo y ancho de la ciudad. Entonces comenzó un alerta biológico que hizo a las autoridades emprender una extensa y exhaustiva investigación para descubrir el origen de aquel mal que sólo afectaba a los pájaros de Tokio. No se habían descubierto consecuencias en los seres humanos. Sin embargo, a dos semanas del primer caso, se hicieron presentes las primeras bandadas de cuervos, que volvieron a gobernarlo todo, como no ocurría desde principios de siglo.
            Tokio siempre había sido una ciudad de cuervos, pero esta vez el fenómeno era totalmente diferente. Se trataba de una cantidad exageradamente nueva. Venían desde el sur, según se constató poco después. Aves negras, de afilados picos, empezaron a hacer nido por toda la ciudad como una inusual epidemia. Aparentemente inmunes al mal que estaba exterminando a todas las otras especies emplumadas, dedicaban su tiempo a estar de pie en los postes de luz, los tejados, o en las calles, donde se devoraban los cuerpos de los pájaros que morían.
            Hayate estaba leyendo: «Aún no hay resultados que permitan sacar conclusiones claras sobre el origen de este fenómeno, pero…», cuando todos los ordenadores de la Cueva se apagaron al mismo tiempo, pronosticando una falla eléctrica. Eso, de momento, era poco probable. Gracias al ingenio de Nobu habían creado diferentes redes eléctricas que proveían a las máquinas con el potencial necesario para no depender de las empresas de luz. De haber algún tipo de cortocircuito, automáticamente los ordenadores serían abastecidos por aparatos específicamente programados para dar la corriente de energía necesaria durante doce horas. Tampoco se podía decir concretamente que los ordenadores se hubieran esencialmente «apagado». Hayate supondría más adelante que en realidad se trataba de un falso estado de hibernación, como le gustaba decir a él. En su lenguaje significaría que el aparato parece apagado, pero no lo está. Era un estado común en ciertas formas de piratería. A veces el teclado dejaba de funcionar, pero en la pantalla alguien manipulaba todos los archivos almacenados, buscando y robando a su antojo. Otras, aparecían códigos en letras blancas sobre un fondo azul. Había momentos en los que incluso la computadora se bloqueaba por completo y eras incapaz de saber lo que hacían con tu información. Hayate las conocía todas. Sin embargo, el estado esencial de hibernación era algo que no había experimentado nunca en carne propia. Ni siquiera sabía cómo funcionaba. No era sólo una pantalla en negro. El aparato dejaba de emitir sonidos, y aunque intentaras encenderlo, no respondía. Como si, efectivamente, fuera una falla eléctrica. Un hacker de mucha experiencia calificó una vez aquel raro fenómeno que pocos eran capaces de dominar –incluso Hayate no conocía a nadie que supiera hacerlo–: «La Falsa Muerte». Se dice que, quien tiene el poder de hacerlo, puede entrar en un abrir y cerrar de ojos en vastísimas redes de ordenadores sin ningún tipo de problema. Se trataba de un virus de altísimo nivel, y hasta ahora sólo se le adjudicaba el mérito a tres personas que fueron capaces de hacerlo: la primera, era un Hacker de nivel 7, el creador de esta nueva forma de piratería. Uno de los primeros en llegar a su nivel de conocimiento. Pirata Informático de alta seguridad. Desapareció un verano en que intentó entrar a la base de datos del Nonágono, sustituto del viejo Pentágono. Tras buscarlo durante años, finalmente lo capturaron y ya nunca más se supo nada de él. Era un tipo raro, dicen. Estaba obsesionado con la idea de las conspiraciones entre los gobiernos del mundo. Al final, su curiosidad fue la que lo llevó a un enigmático –pero predecible– final. El segundo que lo logró también murió joven. Esta vez se trató del único individuo capaz de ser considerado un Hacker Nivel 8. Era tonto llamarlo así, dado que los niveles no pasan del 7, y el 8 no existe como número en la tabla original creada hacía ya un par de décadas atrás. Pero este tipo había sido un puto genio –como decía Joel, el viejo amigo de Rei–, con conocimientos que renovaron la forma de hacer piratería. Lo asesinaron los Agentes de la Información, por supuesto. Como al primero, lo mató su propia obsesión.
–Era adicto al sexo y las drogas –contó el viejo Joel, más de una vez–. Algo muy normal en el círculo donde se movía. Conoció una mujer con una frase inteligente, algún acertijo matemático que a él le gustó, y antes de darse cuenta estaba enredado como un ahorcado en su propia soga. Era predecible, si lo mirabas bien: Una chica sexy con una coartada adecuada. Pero lo que le sobraba de inteligencia por un lado, le faltaba por el otro. Nunca imaginó que la chica sacaría un arma de su cartera y le disparara cinco tiros a quemarropa en medio de un lúgubre dormitorio de segunda. Triste final para una leyenda.
            La tercera persona a la que se le adjudicó la «Falsa Muerte» ni siquiera se sabe si existe. Se trata más de una leyenda urbana que de una historia real. El Hacker 0. Se dice que es un tipo capaz de entrar donde sea sin necesidad de utilizar si quiera un ordenador. Su leyenda es bastante exagerada, pero en los suburbios hay cientos de historias adjudicadas a él. Una de las más comentadas es que desde la prisión fue capaz de enviar al propio Nonágono un mensaje, utilizando tan solo dos cables de corriente. ¿Era cierto? ¿Era basura? Nadie lo sabía, pero tenía muy poca credibilidad. Eso seguro. Sin embargo, aquel tipo misterioso arrastraba  demasiados fans como para contradecir su existencia.
Al principio, cuando ocurrió el apagón en sus ordenadores, Hayate no pudo menos que pensar en la posibilidad de que el mismísimo Hacker 0 estuviera entrando en la base de datos de La Cueva, pero era una idea esencialmente estúpida dado que la leyenda constaba de medio siglo, y de ser él, tendría ya una edad muy avanzada. Lo más probable es que hubiera muerto. Eso, claro, hablando hipotéticamente. Suponiendo que realmente hubiera existido alguna vez. Además, era cierto que ellos trabajaban para empresas importantes, pero ninguna de esas empresas podía tener algo interesante para alguien como el supuesto Hacker 0. Es decir, según contaban los más veteranos, también él creía firmemente en las conspiraciones, y era por eso que había vivido siempre en las sombras. Así que… ¿por qué buscaría algo en los ordenadores de un grupo de personas que no hacían más que vender información de segunda mano a personas que la utilizaban con fines ambiciosos? Nunca habían sido capaces de trabajar para ninguna empresa del gobierno. Al contrario: el gobierno buscaba y capturaba a los piratas como ellos.
            Pensar en esto alertó a Hayate.
            –El gobierno –murmuró.
            Y Nobu abrió los ojos muy grandes.
            –¿Crees que ellos sean capaces de tener un conocimiento tan avanzado?
            –No, no lo creo, pero… ¿qué otra posibilidad hay?
            –¿Piensas que nos descubrieron?
            Hayate miró a su amigo. Sus ojos no parecían seguros. Ambos esperaron en silencio. Pasaron los minutos. Nada parecía cambiar. Estaban seguros que de un momento a otro escucharían un helicóptero inspeccionando el callejón y los pasos de los escuadrones que llegaban a llevárselos. Pero pasaron otros minutos, y luego otros, sin ningún cambio.
            Una eternidad.
            Fue Hayate quien reaccionó primero.
            –Llamaré a Rei –dijo. Y abrió la pestaña de su celular.



El suburbio en el que estaba ubicada la casa de Rei era una zona tranquila a las afueras de Tokio. Se trataba de una localidad de tamaño medio, llena de casas de aspecto decadente y calles angostas, pero que para ella guardaban en su degradada fachada de ciudad fantasma una extraña poesía subliminal e invariable. Su hogar era una de esas casas, pequeña pero cómoda, donde pasaba las horas leyendo novelas de William Gibson o preparando los programas que, junto a Hayate, utilizaría en los encargos que realizaba. En los últimos años, esos programas se habían volcado sobre todo en reforzar la protección de los ordenadores con los que trabajaban. Corrían tiempos difíciles para la información. También para quienes la manejaban.
            Todos los fines de semana, sin excepción, Rei volvía a su hogar con el roce tenue de las últimas horas de la madrugada. Cuando la noche es más oscura. El resto de los días su horario variaba, y sólo se ponía a manejar los sonidos del Doll−In House si el cuerpo se lo pedía. Su tiempo lo invertía sobre todo en los trabajos que ella y Hayate hacían juntos.
            Al regresar, siempre se sentaba en la alfombra o sobre los almohadones que había esparcidos por toda la habitación principal de su casa, y escuchaba un álbum de Marilyn Manson o Courtney Love. Fumaba un cigarrillo, bebía whisky, tomaba una línea de cocaína. Observaba detenidamente los pósters que componían su desprolija decoración y pensaba en todas las cosas que habían sido y aquellas que aún no eran. La desesperaba darse cuenta que cada vez que su mente pasaba de los recuerdos a los proyectos, sólo veía una profunda nebulosa en su futuro. Hoy estaba aquí, llena de pasados, y para mañana sólo existía un limbo cargado de niebla donde no cabían las esperanzas. A veces, cuando el ayer era tan negro, las cosas podían resultar complicadas para los que se enfrentaban al reto de continuar viviendo. El destino no trata a todos por igual. Rei era un ejemplo viviente de esa simple afirmación.
            Después de escuchar a Manson, caminaba al baño y se quitaba la ropa detenidamente. Primero el canguro, luego la remera, y finalmente el ajustado sostén. Sus pequeños y bonitos senos sentían alivio al salir de aquella prisión a la que estaban sometidos, y luego quedaban allí, inertes, balanceándose según se moviera el resto del cuerpo, apuntando con parsimonia hacia el techo. Entonces se desprendía los pantalones de cuero y los hacía descender –al principio con un poco de presión, luego ya sin esfuerzo– desde los muslos, atravesando las delicadas pantorrillas, hasta los gráciles tobillos. Las bragas negras –la mayoría de las veces eran pequeños culottes de diferentes diseños–, se deslizaban con naturalidad a través de sus piernas y caían rendidas sobre el pantalón. Acto seguido, los delicados pies que nadie tenía permiso de ver, se metían en la cálida tina. Y mientras Manson era reemplazado por el álbum Exile de Geoffrey Oryema, el cuerpo tatuado y desnudo de Rei se envolvía de agua. Agua que murmuraba soliloquios a medida que iba sumergiéndose, como si se quejara. Entonces, el líquido la abrazaba, acariciando cada uno de sus rincones, de sus detalles, de sus senderos. Cada curva, cada cicatriz, cada rastro de piel era lamido por aquel lago en miniatura donde descansaba sus sueños impasibles.
            Cuando empezaba a vibrar el sonido de Makambo, el sexto tema del álbum de Oryema, Rei hacía mucho que vagaba en otro lugar. Inerte, con su cabeza apoyada en el borde de la bañera, los brazos colgando fuera de las fronteras de marmol, los senos asomando tímidamente en la superficie… y esa sensación de ausencia atravesando las paredes del cuarto. Tomaba la forma de la oscura voz de aquel africano saliendo de los parlantes. Parecía compadecerse de la chica que descansaba su silencio en una tina llena de agua caliente.
            Y el tiempo que cambia. Cambia la velocidad.
            «Purifícate, Rei…», susurra la niña.
            Y Rei abre los ojos.
            La voz de la niña, de nuevo: «Purifícate. El sitio al que vas necesita que estés completamente limpia… Completamente vacía. Vuelca tus desgracias. Alimenta tus demonios.»
            Rei toma la hoja blanca de afeitar como las que utiliza para depilarse. Toca su filo plateado, el liso metálico, el hueco en el medio. Saborea su presencia con la mirada. Sus ojos claros están rodeados por un corrido delineador negro que dibuja lágrimas oscuras rodando silenciosas por su mejilla. Algo está muriendo. Algo está muriendo dentro de ella.
            Piensa en aquel poema que escribió cuando tenía quince, un par de años después que su papá muriera. ¿Cómo decía? «Soy víctima de un ocaso africano…».
            ¿Victima de un ocaso africano? ¿Qué quería decir eso exactamente?
            Su madre diría –o al menos eso le dijo su padre– que la poesía, sin importar quien la escriba, no puede ser analizada. Ni siquiera por su creador. La poesía simplemente existía. Era el lenguaje del viento, no tenía significados... Sólo se matizaba en rastros imprecisos de niebla.
            «Soy víctima de un ocaso africano», escribió ella… y es posible que su madre tuviera razón al pensar que ese conjunto de metáforas indescifrables –galimatías de pensamientos ocultos en el lado oscuro de la mente– no tuvieran traducción para nosotros, los mortales. Sólo podíamos atinar a deleitarnos con esa cadena de palabras adictivas y dejarla ir. No había más alternativa. Tampoco era cuestión de esforzarse demasiado, pensaba Rei. A fin de cuenta, para ella los sentimientos eran cosas ajenas. Cosas sin sentido.
            Rei se encoge de hombros. Se quita con delicadeza las muñequeras negras que tiene en ambas manos y frunce el rostro dolorida. Allí hay cicatrices que compensan aquellas que ha dejado el tiempo. Algunas aún siguen sangrando.
(Aunque no tanto como las que sangran por dentro)
Observa, callada, la piel rojiza, los moretones sensibles que nacen en cada línea de débil profundidad. Saborea el agridulce aroma de la sangre que impregna por un momento su nariz. Siente el peso de quien abrirá un río polar entre sus muñecas. Quizá… −piensa−, quizá hoy sea el día definitivo. El día final. El momento preciso en que esos ríos sean capaces de crear un delta que encuentre el mar… No sería raro.
Fue algo que siempre estuve esperando.
Sabía que llegaría tarde o temprano, aunque jamás había sido tan consciente de su existencia. ¿Por qué se sentía especialmente triste, hoy? ¿Qué tenía de especial ese día? ¿Era que todo ocurría por simple azar? ¿O se trataba, en realidad, de una especie de clave? Se preguntó, recostada en la bañera, desnuda y herida, a punto de abrir nuevas grietas por donde se filtraría su propia sangre, si el día de la muerte era un día elegido por la eventualidad o realmente algo lo tornaba único. ¿Existiría alguna señal? ¿El aire más espeso, quizás? Notar una densidad especial en el ambiente no sería extraño. Sin embargo, ese día, a pesar de su tristeza acentuada, no parecía haber nada que auguraba la caída. Nada que predijera un final. Ningún muro aparecía adelante en el camino. Aunque eso era normal… A fin de cuentas todo su trayecto estaba bañado por un gran banco de niebla.
(Purifícate…)
Rei se puso de pie. Caminó de regreso a la sala. No se envolvió en ninguna toalla –estaba en su casa, después de todo–, y tampoco se preocupó por el agua que caía sobre el piso alfombrado. Su cuerpo pálido, delgado como el de una niña, parecía pertenecer a un espectro que vagaba entre realidades. Su espalda, tatuada con dos gigantescas alas de ángel cerradas que nacían en sus hombros y no terminaban sino hasta llegar a la corva, brillaba de humedad bajo la luz tenue que resplandecía perezosamente en los cuartos de su solitario hogar, un rincón perdido dentro del que ella era una simple sombra lanzada a las garras del urbanismo moderno. Se sirvió otro vaso de whisky con dos hielos, y regresó a la bañera. Colocó el vaso sobre la tapa cerrada del inodoro y encendió un cigarrillo, con cuidado para no mojarlo. Fumó, sin despegar los ojos del techo. Las blancas baldosas que la rodeaban parecían perfectas para una película de horror. ¿A qué un buen director vería en ellas el sitio ideal donde tirar un buen chorro de sangre? Sobre todo si era americano. Ellos de sangre sabían bastante.
Y una mierda…
Terminó su cigarrillo, y acto seguido tiró la colilla en el interior del inodoro. Bebió su whisky, escuchó cómo Oryema dejaba de cantar y su música era reemplazada, de nuevo, por Marilyn Manson. Empezó a vibrar los primeros acordes de Godeatgod, la apertura del álbum Holy Wood. Cerró los ojos. Pasó mucho tiempo. Lo supo porque estaba empezando el tema número 12 del disco cuando tomó el filo de la pequeña navaja, y se hizo el primer corte del día en la parte inferior de una de sus muñecas. Luego apretó los dientes. Sintió el dolor. Cerró los ojos. Se hizo un nuevo corte. Empezaron a brotar lágrimas de sus ojos. Lamb Of God hacía eco en las habitaciones. Con una voz desgarradora, Marilyn Manson parecía arañar el filo mismo de la existencia, mientras insistía incansablemente con su filosofía pesimista. Y lo peor era cuánta credibilidad escondían sus palabras.
Iba a hacerse dos nuevos tajos antes de sumergir sus muñecas en la bañera y dejar que el agua y la sangre se revolcaran como dos lesbianas muy putas en plena temporada de celo, pero un sonido más allá de la voz oscura de Manson retumbó entre las habitaciones, atropellando todos los ruidos ambientales y llegando con rebeldía a sus oídos. Era curioso –pensó Rei–, cómo el simple vibrar de su móvil podía simular el temblor de un terremoto si se lo proponía. A veces sencillamente se trataba de aceptar que las cosas pasaban como ellas querían y que nosotros no podíamos controlar nada. También eso era interesante … Saber cómo ese pequeño y estúpido plan de una suicida en una bañera comenzaría a cobrar fuerza en el correr de las siguientes semanas.
Miró la pantalla externa del aparato, leyó el nombre de Hayate. Al principio sintió cierto fastidio. Supuso que había dos cosas que a ninguna persona le gustaría que interrumpiera nadie: Una era el sexo, por supuesto. La otra era el suicidio. Debió pensar en eso antes, y apagar el puto móvil… aunque siempre podía no responder. Recordó, casi por casualidad, una estadística que observó hace muchos años atrás, cuando morir era todavía un asunto secundario –al menos de forma consciente–, que hablaba sobre el suicidio. Japón seguía liderando la lista de los países del primer mundo en cuanto a la taza de personas que acababan con su propia vida –la mayoría jóvenes–, pero no era esa la estadística. Tampoco el hecho de saber que la mayor parte de esos suicidios se debían a mal de amores y la presión social (Rei no era víctima de ninguna de las dos cosas). Lo que se ligaba a la historia de Rei era el apartado acerca de cómo el 90% de los suicidas desconectaban el teléfono o apagaban el móvil en el momento de acabar con sus vidas, como una última y valiente forma de decirle adiós al mundo. No morían cuando el tiro les volaba los sesos. Morían cuando apagaban la única cosa que los conectaba con el resto del planeta. La única cosa que podría salvarlos. Si el teléfono o el móvil sonaban, sabían que no harían lo que estaban a punto de hacer. La muerte y el sexo eran entes caprichosos. Nada podía interrumpirlos.
Rei dejó la navaja sobre la tapa del inodoro junto al vaso de whisky, y el filo ensució con gotas rojas la blanca porcelana. Junto a ambos objetos, el móvil se arrastraba murmurando maldiciones, como si cada nueva vibración fuera una tortura. Parecía suplicarle a la chica para que se decidiera a tomar la llamada y liberarlo así de la pesada tarea de sentir ese golpe eléctrico traspasando todo su diminuto cuerpo de chips y conectores. Cuando Rei finalmente resolvió atender, el aparato dejó de vibrar. Así de simple. Y entonces ella se sintió vacía y sola, estúpida en aquel insólito cuarto de baño donde las cosas iban a su propio ritmo. Sólo después de algunos segundos la rescató el sonido que anunciaba un mensaje de texto, y al abrirlo –con cuidado para no mojar el aparato–, entendió que las cosas a veces tenían una seria razón de ser. Esta vez, parecía tratarse de un caso urgente.
El texto simplemente decía:

«Ven a la Cueva. Es una emergencia. Código 9.7»

Dos cosas pasaron por la mente de Rei en ese momento. La primera fue una pregunta sencilla: ¿Por qué Hayate insistía en escribir «Cueva» con mayúscula, aún cuando se trataba de un mensaje de texto? ¿No le resultaba molesto?
La segunda fue un repaso rápido por aquel fastidioso código que habían creado, ennumerando todos los problemas a los que podían enfrentarse –desde un simple virus, hasta la posibilidad de ser descubiertos por los Agentes de la Información–, intentando encontrar cuál era el puto código 9.7. Sin moverse, buscó en lo profundo de su memoria. Hayate podía ser muy exagerado cuando quería y ésta podía no ser la excepción. Sin embargo, por mucho que su mente divagó entre números y palabras, no descubrió nada convincente. Hasta ese momento había estado tan inmersa en otro mundo que regresar de golpe le resultó imposible. Así que salió de la bañera, secó su cuerpo, y se vistió con unos rajados jeans de color negro que siempre tenían colgados una cadena en la cintura, una remera de lycra sin mangas, un canguro la chaqueta canguro sobre ella, y las zapatillas Topper de esas que tenían la punta de goma blanca. Salió apresurada –tan apresurada que casi olvidó cerrar la puerta con llave–, y corrió hasta la estación más cercana rogando porque aún funcionaran los servicios de la noche. En aquella parte de la ciudad los trenes dejaban de pasar temprano y no sería raro que a esa hora ya no circulara ninguno. Sin embargo, para su alivio aún quedaban tres turnos más, todos en un lapso de media hora entre uno y otro. El próximo llegaría en exactamente once minutos.
Buscó en el bolsillo un paquete de cigarrillos, pero no encontró ninguno. Se dio cuenta entonces que lo había olvidado en la tapa del inodoro. Decidió que lo mejor sería comprar otra cajilla en el pequeño puesto de la estación y olvidarse del asunto. Problema resuelto. Después, sentada en una banca de la estación y fumando el primero, volvió a pensar en el código 9.7, como si se acordara de repente. Lo que estaba segura era que no se trataba de un problema normal. No era algo que sucedía a diario. Los códigos de los problemas más comunes se los sabía de memoria: 2.5, alguien intentado rastrear su línea; 4.3, dificultad para entrar en el servidor de alguna empresa; 5.2, búsqueda de una nueva forma de bloquear un posible acercamiento de los Agentes de la Información…
Vamos, que no era tan difícil como parecía… ¿o sí?
Y entonces, como por arte de magia y justo en el momento en que el tren se detenía en su estación, se acordó del puñetero código número 9.7 y sus jodidas posibilidades. Entendió la gravedad del asunto, y deseó con todas sus fuerzas que nada se interpusiera en su camino antes de llegar a la Cueva para presenciar ese extraño evento. Porque a pesar de saber que todo lo que contenían sus máquinas corría peligro, lo más importante aún era el hecho de estar frente a un suceso que pocos tenían la oportunidad de ver y que algunos incluso consideraban un simple mito. ¡Mierda, pero si era un Puto Código 9.7!
Por aquella hora no había muchas personas en los vagones. Era el punto intermedio entre el pico del atardecer, cuando trabajadores y estudiantes volvían a sus casas como olas de personas apretadas, y pervertidos que se dedicaban a masturbarse mentalmente –en el mejor de los casos– mientras le tocaban el culo a alguna adolescente que regresaba del colegio; y el pico de la medianoche en el que los jóvenes retornaban al centro de Tokio para visitar los sitios de moda y los grandes y atestados locales de música electrónica. Vamos, que ella sabía del asunto. Doll-In House podía ser un sitio clandestino –a pesar de su enorme tamaño–, pero seguía siendo uno de los lugares más visitados después del anochecer. Aunque ahora que lo pensaba eran precisamente ésos los que tenían mejor clientela.
Sacó unos pequeños audífonos y los conectó al reloj digital que tenía en su muñeca izquierda, para luego pasar el cable por el interior del brazo hasta sus oídos. Aquel viaje no duraba mucho, pero se resistía a oír el sonido metálico de aquella hojalata, mezclado con el murmullo de los cuatro o cinco perdedores que iban sentados en los bancos del sucio vagón. Empezó a sonar, al azar, un tema de Manson. User Friendly, para ser precisos. Quizás el sonido fuerte mezclado con la oscura voz del músico fueron los responsables, pero de pronto se sintió particularmente ansiosa. Deseaba más que nunca llegar a su destino. Podía sentir su corazón latiendo con fuerza: Estaba excitada. Eso no ocurría a menudo. De hecho, era poco probable que algo le produjera un entusiasmo de cualquier tipo, a excepción de las drogas o un programa difícil de hackear. En ambos casos, descargaba su adrenalina hasta no poder más.
En los vagones estaba prohibido fumar, pero de todas maneras encendió un cigarrillo. Sólo un hombre de unos cuarenta y tantos años se atrevió a recordarle que eso estaba mal, pero al comprobar que no tenía interés alguno en seguir esa (ni cualquier otra) regla, dejó de insistir. Entonces User Friendy, como si pretendiera respetar el orden original del álbum, dio paso a Fundamentally Loathsome. Fue en ese momento que a la oscuridad de los suburbios (cada vez más alejados del epicentro de la capital) le siguió, lentamente, el color de los edificios y sus letreros luminosos, escritos en los tres principales idiomas del mundo, cortesía de la imponente globalización: «Compre Aquí Su Dignidad», «Ser Un Perdedor Es Malo, Vista Ropa De Moda», «Si Tienes Granos Ella No Saldrá Contigo», «La Gordura No Es Belleza», «Sométase A Los Más Avanzados Métodos De Cirugía Corporal». Todo lo cual se resumía en un solo eslogan: «Danos Tu Vida, Y La Haremos Una Etiqueta, Una Marca, Un Modelo». Y allí estaba la gigantografía de los ídolos juveniles del momento, vistiendo la ropa de moda, y simulando una vida feliz que parecía esperarle a todos los que siguieran sus normas. Y bajo sus cuerpos danzantes y sus miradas eufóricas –resultado de aquella enorme droga que era la fama–, un monumental texto multicolor parecía contener en una simple pregunta la fórmula de la felicidad. Decía:

«¿QUIERES SER COMO ELLOS?»

A Rei todo aquel espectáculo visual no dejaba de parecerle un chiste de mal gusto. Le repugnaba. Lo peor era que un grupo incontrolable de personas estaban dispuestas a comprar los mismos zapatos, las mismas bragas y hasta usar el mismo puto condón que aquellos dos idiotas fotogénicos, con tal de ser cegados por el deslumbrante lujo de la falsa prosperidad prometida. ¿En qué se diferenciaba una droga de aquello? ¿Cuál era, realmente, la diferencia? Si a fin de cuentas ambas cumplían su objetivo. Después de todo, las dos te mataban. Y allí estaban los futuros suicidas depresivos, la audiencia elegida para el show de las adicciones, como el mismo Marilyn Manson lo había cantado alguna vez. Su padre tenía razón cuando se lo dijo, un invierno muy lejano de su infancia. «Las mierdas seguirán siendo mierdas». Esas fueron sus palabras. Lo dijo como respuesta a la rebeldía que poco a poco iban transformando a la niña Rei, en el Demonio Rei.
–Tú me odias –le dijo–. Odias todo lo que soy… ¿Y sabes? Yo era como tú. Quería cambiar el mundo, crear una revolución, hacer que las cosas sean mejores. Hasta que me di cuenta que las cosas son como son. Y tú, Rei, acabarás siendo como yo. Un día te darás cuenta que el mundo funciona de esta forma, y punto. Los policías seguirán siendo corruptos, la ley seguirá siendo desigual para todos, y los gobernantes preferirán quemar el dinero con un auto nuevo y un par de putas que dárselo al pueblo para que prospere. El mundo es egoísta, Niña… Eso vino con el paquete original. Y comienza a hacerte a la idea de que nada va a cambiarlo. Ni tú, ni ese músico de pacotilla que escuchas, ni el propio Dios. Nada va a cambiar al mundo, Rei. Las mierdas seguirán siendo mierdas. Aquí o en Neptuno.
«Aquí o en Neptuno, ¿eh?», se dijo Rei. Y sonrió con ironía. Miró el cielo, o lo que quedaba de él tras la contaminación lumínica, y profirió una pequeña risa sarcástica. Pensó: «Mírate a ti, Papá. Mira cómo terminaste. ¿Será que todos nos merecemos nuestro final? ¿Será que todos lo vamos creando a cada paso que damos?». Y tras un suspiro, caló hondo una bocanada más de su cigarrillo.
«Yo era como tú. Tú acabarás siendo como yo». Esas palabras la habían marcado. Fue una de esas cosas que le provocaron serios problemas de identidad. Incluso hoy seguía pensando que quizás un día acabe siendo una nueva versión de su padre. Aunque no estaba lejos de eso si lo pensaba bien.
Cuando bajó del tren, la ansiedad había pasado. Había sido sustituida por cierta tristeza. Tristeza que no llegaba a ser del todo desagradable. Caminó por las aceras de la ciudad hasta el escondido callejón donde estaba la Cueva. Lloviznaba, y las gotas mojaban su rostro. Apenas entró en la oscura callejuela, la ansiedad volvió, y un pequeño malestar en el pecho la arañó durante unos instantes. Un presentimiento.
Se detuvo en la puerta de la Cueva y esperó. Apagó la música y se quitó los audífonos. Escuchó el sonido incesante del agua desplomándose a su alrededor.
Se recostó a una pared y cerró los ojos.
(Purifícate…)
Sabía que estaba ante un momento decisivo. Ese mismo día su suerte iba a cambiar. Para bien o para mal. Podía sentirlo. A raíz de eso se preguntó si realmente sería bueno hacer frente a aquella situación o largarse y dejar que las cosas pasaran a su manera. No es que le temiera a la muerte…
(tú ya estás muerta, después de todo…)
…en todo caso comprendía que entrar pondría las cosas en otro lugar. Un lugar incluso peor que la muerte misma. Dudar no era algo a lo que estuviera acostumbrada, y eso la llevaba a una seria incomodidad. Allí estaba, dudando por primera vez en (su puta vida) mucho tiempo, bajo una lluvia sin rastros de querer detenerse. Y sin embargo era lo único que no la fastidiaba.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, de pie en la oscuridad. No supo cuánto tiempo las sombras danzaron a su alrededor al filo de la noche. Sólo despertó de ese trance silencioso y negro cuando le llegó el sonido de un aleteo, y una paloma cayó rendida a sus pies entre un torrente de plumas desprendidas que flotaban alrededor de su cuerpo. Luego todo pareció ir a otra velocidad. Las plumas se movían con exagerada lentitud, y los ojos del animal y los ojos de Rei se encontraron por un instante. La paloma emitió un pequeño ronquido (como si le hablara… como si le dijera algo…), y a medida que lo hacía –utilizando esos restos de fuerza que guardaba para el tramo final– el animal lánguidamente fue cayendo en su último sueño. Un sueño profundo y sin retorno. Un sueño del que no iba a despertar.
Rei se quedó congelada. De pie junto al ave, mirándolo, sus oídos seguían oyendo el desagradable ronquido mucho después que cesara… mucho después que los ojos grises hubieran dejado de observarla y se cerraran para siempre. Quizás era paranoia
(te hablaba, el ave te hablaba…)
pero el sonido que había salido de la garganta del animal tenía un lejano parentesco con el lenguaje de las personas. Parecía una estupidez, pero no lo era. Rei estaba convencida que el puñetero bicho intentaba decirle algo. Se esforzaba por hablarle. Vamos, que si esa historia la hubiera escuchado de otra persona habría sido capaz de escupirle en la cara por mentiroso. Pero no era un cuento. No se lo había dicho nadie. Era algo que estaba pasando justo frente a sus ojos. Era…
La puerta del garaje se abrió. La luz del interior bañó el callejón. Cayó pesadamente sobre el cuerpo vulnerable de Rei, cegándola. Entonces escuchó la voz de Nobu que la llamaba desde algún lugar de esa luz.
La llamaba desde algún lugar de esta realidad.



–Está así desde hace poco más de una hora –le dijo Hayate.
            Rei ni siquiera asintió. Se sentó frente a uno de los ordenadores –el que le correspondía normalmente a ella–, e intentó interferir en el proceso, fuera cual fuera. Por supuesto, nada funcionó. Todos los códigos que colocaba eran bloqueados, y el monitor sólo le enseñaba un profundo negro que parecía engullirse el mundo. Una noche muy oscura en el ciberespacio. Qué ironía. Qué puta broma.
            –¿No hubo ningún cambio desde que comenzó? –preguntó, aún cuando sabía exactamente cuál era la respuesta.
            –No. Nada.
            –¿Recibiste algún llamado desde entonces?
            –Tampoco… pero, ¿qué tiene eso que ver con…?
            –¿Algún correo al móvil? ¿Cualquier cosa?
            –No.
            –¿Llamaste a alguien?
            –No.
            –¿Mensaje?
            –No. Bueno, a ti. Pero a nadie más.
            La chica miró a Nobu.
            –¿Qué hay de ti?
            Él negó con la cabeza.
            Rei asintió.
            –Esperemos –se limitó a decir.
            –¿Seguir esperando? ¿Ese es tu plan?
            Rei tomó la caja de cigarrillos de su bolsillo. Sacó uno, lo encendió y luego tiró el paquete sobre la mesa, junto al teclado de su ordenador. Fumó la primera bocanada, y mientras el humo la envolvía como un magnético campo protector que la adoraba, la protegía y la mataba al mismo tiempo, le dirigió una fugaz mirada a Hayate antes de regresar al negro de la plana pantalla del ordenador.
            –¿Tienes una idea mejor?
            –Pensé que tú la tendrías. Por eso te llamé.
            –Me llamaste porque es tu puto deber. Haces lo tuyo, y si algo se complica me llamas. Así de simple.
            A Hayate no le hacían gracia sus comentarios. Y mucho menos con aquella tensión carcomiéndolo por dentro. Pero, ¿qué podía decirle? Sabía que ella era mucho más fuerte que él si se lo proponía y no estaba en posición de discutir. Rei era una mente poderosa, y si ella decía que lo único que podían hacer era esperar, entonces precisamente eso sería lo que harían.
            Se dejó caer en su silla, dio un giro sobre sí mismo y se bebió de un trago el resto de whisky que se había servido en un pequeño vaso de vidrio, donde flotaban los transparentes restos moribundos de lo que fueron dos cubos de hielo. A decir verdad, esperar siempre fue algo para lo que su alma impaciente no estaba preparada. Estar sentado allí, mirando el monitor oscurecido mientras llovía como si fuera el fin del mundo, no le gustaba nada. Lo desesperaba. Para empeorar las cosas no tenían nada para leer. Ni un periódico, ni un libro. Nada. Acostumbrado a sacar las noticias de internet, su comodidad se sentía visiblemente amenazada. Al correr de los minutos la impaciencia se hacía peor, y como supuso que efectivamente no habría ningún tipo de cambio en las computadoras por un buen tiempo, decidió salir a buscar cigarrillos y algún periódico para hojear. Puras escusas para despejar su cabeza que interactuaba entre el tiempo perdido, los trabajos pendientes y la posibilidad de que aquella pequeña broma tecnológica les costara más que su trabajo.
            Salió de la Cueva cerca de una hora después que Rei hubiera llegado. Caminó bajo la lluvia, con su verde cresta empapándose por el agua que caía torrencialmente y las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero. Llevaba dos aros en las orejas, y un piercing en la ceja izquierda. Al usar su acostumbrado chaleco sobre el torso desnudo, podía vislumbrarse los dos tatuajes que se había hecho en cada brazo (consistían en imágenes erótico−morbosas de tentáculos, ojos y mujeres enredadas en toda esa masa uniforme y extraña), y uno que yacía sobre el pectoral izquierdo. Éste últimos era una palabra en chino. El nombre de una persona. Ni Rei ni Nobu sabían de quién se trataba.
            Al salir del callejón, caminó por la avenida hasta un local cercano que conocía bastante bien. Era un sitio lúgubre, con ventanales oscurecidos y letreros de neón anunciando películas para adultos. Entró con esa actitud particular de quien ya ha estado allí y se dirigió entre los estantes hasta el mostrador donde un cliente adquiría algunas películas comprimidas en archivos. Parecía avergonzado al ver que alguien entraba justo en el momento en que compraba aquello y se apresuró en darle el dinero al que atendía. Hayate no llegó a distinguir muchos detalles, pero sabía que eran cintas de S&M[2], seguro. Había pasado suficientes veces por allí como para reconocer las etiquetas por su color. El chico, seguramente menor de edad, se guardó las cajas en su abrigo y salió como un disparo hacia la salida, ocultando el rostro tras la visera de su gorro. Cuando se fue, Hayate le sonrió al tipo tras el mostrador que a su vez le devolvió el gesto, y le hizo una seña con la cabeza. Presionó un botón bajo la caja registradora (Hayate sabía que era para sellar la entrada del local), y desapareció en la oscuridad de la puerta que había al otro lado.
            Para seguirlo, Hayate saltó el mostrador y se adentró en el mismo umbral que el primero. El tipo de la barra era también punk, aunque menos excéntrico que él. Vestía una remera negra, de lycra, y unos jeans holgados del mismo color. Tenía una gargantilla con puntas de metal y la cabeza totalmente rapada. En su cuello, el tatuaje de una serpiente enroscada en una «L» hablaba de sus orígenes. Aquél viejo Clan. El chico se llamaba Tamaki. Hiroji, para Hayate, que era el único con el permiso de llamarlo por su nombre. Tras la puerta había un largo y oscuro pasillo en donde sonaba –lejano aún– un tema de Clash. A pesar de que Tamaki iba mucho más adelante que él, Hayate no tenía temor alguno de perderse. Sabía exactamente a dónde iba. Ya había hecho aquél trayecto miles de veces. Algunas apresurado, otras tranquilo. En cada ocasión con diferentes sentimientos, emociones y estados de ánimo, pero con la misma idea y el mismo objetivo en su cabeza. Siempre venía a ver a la misma persona.
            A cada lado del pasillo, había algunas puertas de las que salía música. El tema de Clash venía de una de ellas. Se dio cuenta al pasar. Primero el sonido creció, llegó a un tope y volvió a descender a medida que se alejaba. Era el sitio del que surgía la música con el volumen más alto. Los demás se mantenían en un perfil un poco más bajo. Finalmente, el pasaje terminaba enfrentándose a otro pasadizo igual de angosto y lúgubre, que se perdía hacia la izquierda y la derecha. Tamaki, sin embargo, no tenía intención de seguir andando. Su cuarto estaba justo al frente. De él salía el retumbar de una canción de Abingdon Boys School. Una que Hayate conocía muy bien. Howling. El tema preferido de Tamaki en todo el mundo. Era raro, porque ni siquiera se trataba esencialmente de una banda del género que ambos escuchaban, pero a pesar de todo no le desagradaba. Ahora, por ejemplo, le daba nostalgia. Le recordaba su adolescencia. Los viejos tiempos del rock de garaje, fumando crack y revolcándose como putas en celo. Vamos, que en ese momento no había nada para interrumpirlos o separarlos. Podía lamer el esperma que se acumulaba en el glande de aquel muchacho con la delicadeza y el salvajismo que sólo un adolescente homosexual y drogadicto era capaz de hacer. El filo de lo prohibido en ese momento los enardecía. Ahora se había vuelto un problema, pero no venía al caso. Lo que importaba era el tiempo transcurrido. Las situaciones que habían vivido. Pensando en ello se preguntó cómo era que las cosas habían funcionado después de tanto tiempo. ¿Qué impidió que se separaran? O lo que es peor: ¿Cómo no terminó ninguno de los dos muertos? Si habían consumido toda la mejor merca del ala sur de Tokio entre ambos, y luego se embriagaban hasta la inconsciencia; y si tantas veces los había encontrado el amanecer babeando espuma, entre convulsiones desesperadas… o si habían estado, los dos, a punto de caer rendidos en la oscuridad… ¿Cómo era que seguían en camino? ¿Cuándo se habían vuelto tan fuertes?
            Tamaki entró en el cuarto y lo esperó con la puerta abierta, que cerró una vez que él ingresó en aquel pequeño recinto. Se trataba de una habitación diminuta sin división entre la cocina y el dormitorio. El baño era lo único que se encontraba separado, en un cuadrado mucho más pequeño donde apenas entraban la ducha y el inodoro. No habían ventanas al exterior, por lo que todo estaba iluminado por una turbia luz de neón que daba al sitio una atmósfera claustrofóbica, como la de un sótano. Para Hayate era un rincón poético. Con el tiempo había tomado ese sentimiento hacia aquel lugar.
            Tamaki se tiró en la cama y le sonrió. Que Hayate lo visitara parecía alegrarle. Bajó la música con el control remoto hasta hacerla sólo un susurro, y volvió a mirar al chico, que se sentó en un pequeño banco junto al escritorio.
            –Estabas desaparecido –le dijo.
            –Fue una semana complicada −respondió Hayate.
            –Sí, lo sé. No necesitas explicarme.
            Hayate sacó un cigarrillo de su chaqueta y lo encendió.
            –¿Cómo estás?
            Tamaki miró a su alrededor y se encogió de hombros.
            –Bien, supongo. Rento películas, almuerzo, me reúno con los chicos del Sector X y vuelvo aquí. Lo de siempre.
            Sector X era un local clandestino de rock. Hayate conocía a los chicos con los que se reunía Tamaki. Eran un grupo de punks que no le caían bien, pero no tenía intención de meterse con ellos. Solían molestar a todos los que se cruzaban por su camino. Especialmente los homosexuales y las prostitutas. Por supuesto, ninguno sabía que su querido e íntimo amigo era un marica de primera categoría. De ser así, se les cambiarían mucho los papeles, ¿a qué sí?
            –¿Sigues almorzando en el mismo bar de aquí cerca?
            El chico asintió.
            –«Street Of London».
            –Nunca he podido retener ese nombre.
            –Como la canción. ¿Te acuerdas?
            Panic de los Smiths. Sí, lo recuerdo.
            Tamaki sonrió de nuevo. Tarareó un fragmento de la canción.
            –¿Estarás más disponible a partir de ahora?
            –No lo sé.
            Hayate suspiró. Fumó algunas pitadas de su cigarrillo. El otro, en la cama, volvió a hablar, pensativo.
            –Te has distanciado mucho de mí, H.
            –No es eso…
            –Sí. Así es. Piensas que las cosas van bien, pero no van bien.
            –¿Quieres decirle a todos la verdad?
            Tamaki hizo silencio. Parecía un perro al que alguien había retado. Hayate continuó.
            –Si es eso lo que quieres, ¡adelante! ¡Vamos a ver qué cara ponen tus amigos cuando sepan que te gusta chupar penes en tu tiempo libre! ¡Vamos! No te prives, ¡grítalo!
            El chico cerró los ojos. Hayate se dio cuenta que se había sobrepasado. Se sintió culpable.
            –Lo siento –dijo.
            La voz de su amigo salió con una tonalidad débil. Quizás por eso le resultó mucho más hiriente que cualquier grito o reproche.     
–¿Para eso viniste?
Lo miró a los ojos.
–No apareces nunca. Y cuando lo haces me gritas. ¿Es a eso a lo que viniste? No tenías con quién descargarte y buscaste al viejo idiota de la tienda de películas porno, ¿verdad?
Hayate permaneció en silencio, sintiéndose fatal. Por un momento realmente pensó que el chico tenía razón. Quizá estaba demasiado tenso y fue a descargarse con él, maldita sea.
–¿Crees que es fácil para mí? –continuó Tamaki–. Pues, no lo es. No es fácil salir con un grupo de machistas homofóbicos que se reúnen a violar prostitutas y mirar pornografía, mientras yo estoy ahí, intentando escapar del puto pozo.
–¿Y por qué no te alejas de ellos?
–¿E irme con quién? ¿Con tus amigos? Ni siquiera los conozco. No tienes el valor de presentarme. Para ti, sólo soy un pasatiempo con el que descargarte cuando estás tenso. Ahora me doy cuenta que tampoco necesitas del sexo para hacerlo.
–No digas tonterías. Conoces a Rei…
–La vi una sola vez en mi vida.
–A Nobu lo…
–Lo veía. Pero desde que te alejaste, ya no pertenezco a tu círculo. Vamos, Hayate. Estoy solo. Este grupo es lo único que tengo.
–Siempre hay sitios mejores donde meter la nariz.
–Quizás. Pero yo no veo ninguno.
El rostro delicado de Tamaki se nubló y su mirada azul marino se tiñó de lágrimas. Eso acabó por romper el corazón de Hayate que hasta ese momento había intentado no hurgar en sentimientos. El equilibrista cayó al vacío y se sentó junto a él en la cama. Le tomó el rostro lampiño, como el de un niño, y se sintió mal por herirlo. Lo acercó a su cuerpo. Lo abrazó.
Mucho después, el abrazo se convirtió en un beso enardecido. Como los besos que su amiga entregaría en el futuro a un fantasma andrógino, oculto en las inmediaciones de un mundo cambiante. En aquel cuarto, los planos también fueron transformándose lentamente en diferentes formas. Y mientras las paredes respiraban y escuchaban, y mucho antes que la mano de Tamaki hurgara en el pantalón de su compañero buscando el tieso pene que llevaría a sus labios y lamería con el mismo ardor escondido tras sus besos, llevado por la desesperación de la espera, Hayate lo miró a los ojos y le sonrió de esa forma encantadoramente irresistible que lo acompañaba en cada vez que su vida parecía caer en un simple desliz.
–No te preocupes –le susurró–. No tengas miedo. Yo estoy aquí.
Y les ganó el cuerpo.



Lo primero que apareció en la pantalla negra de los ordenadores, tras unas cuatro horas de aparente inactividad, fue un mensaje en letras verdes que quedó flotando en la oscuridad plana de aquellos cristales por unos cuantos minutos. No era un código, ni una frase filosófica carente de sentido. Se trataba de un simple mensaje, aunque no parecía estar dirigido a ellos. Más bien era como si se hubieran equivocado de dirección, acabando erróneamente en sus computadoras.
            Cuando apareció este mensaje, Hayate aún no había llegado. De hecho, el primero en reparar en su presencia fue Nobu, que estaba sentado junto a Rei. Ella se había puesto de pie y estaba sacando una lata de Coca Cola de una de las máquinas expendedoras que tenían dentro del garaje, cuando el chico la llamo desde el asiento, sin mirarla, con los ojos clavados en uno de los monitores.
            –¡Rei! –dijo–. ¡Mira esto!
            Ella tomó la roja lata bañada de fresco sudor, y se volvió hacia Nobu mientras la abría. Allí estaba el mensaje. Una frase imperfecta en una red perfecta. Las palabras correctas en el sitio equivocado. Punto final.
            Se volvió a sentar en su asiento y releyó varias veces el mensaje.
            Decía:

«¿Hay alguien ahí?»

     Rei no pudo menos que pensar y pensar en aquellas palabras. Pasaron numerosos sentimientos por su cabeza. Varias hipótesis. ¿El que había pirateado su red intentaba comunicarse con ella? ¿O era que alguien estaba usando su red para comunicarse con otra persona? Las respuestas no parecían querer hacer acto de presencia.
            Exactamente once minutos después del primer mensaje, apareció otro. Misma letra, mismo color, bajo el primer mensaje.

«Encuéntrame en Y-o-y-o-g-i».

            –¿El viejo parque? –murmuró Nobu, extrañado–. ¿Habla del viejo parque?
            Rei se encogió de hombros. Tomó de un trago el resto de la lata de Coca Cola, y luego la tiró en el tacho de residuos. Se puso de pie, se colocó su chaqueta. La capucha cubrió el pelo negro que le llegaba poco más abajo de los hombros.
            El chico la observó detenidamente.
            –No pensarás ir, ¿o sí?
            –¿Hay alguna otra opción?
            –¿Y si son agentes de la A.F.C.I.?
            –A.F.C.I. mi trasero. Ellos no podrían oler la mierda ni aunque estuviera en su propio pantalón. Aquí hay gato encerrado. Y uno gordo.
            Nobu asintió en silencio. Luego se puso de pie, con decisión.
            –Te acompaño.
            Ella lo detuvo.
            –No –dijo–. Quédate, por si hay algún cambio en los monitores. Además, Hayate llegará en cualquier momento. No tardaré.
            Los ojos de Nobu se posaron en ella, titubeantes. Aquella mirada podía ser la más tierna del mundo, en el cuerpo de aquél grandulón.
            –No te preocupes. –dijo Rei, e intentó poner su mejor sonrisa–. Estaré bien.
            Y salió a la noche y la lluvia.



No le tenía miedo a los Agentes de la Información. Si no le temía a la muerte, ¿por qué debía temerles a los vivos? Realmente sabía que las cosas podían ponerse jodidas, pero no creía que se debiera esencialmente al gobierno y sus pretensiones. Hacía tiempo había escuchado el rumor de una peligrosa guerra interna entre los Piratas Informáticos de todos los suburbios de Tokio. Pero había sido un rumor que se alargó demasiado tiempo, y al no haber ninguna respuesta a la vista que diera motivos para creerlo, descartó la posibilidad de que algo así estuviera avecinándose. Sin embargo, los vientos siempre podían cambiar. A veces la tormenta soplaba de una forma demasiado subliminal como para evidenciarla.
            Subió a un tren en la siguiente estación, y aguardó a que la llevara al sitio más cercano al antiguo parque Yoyogi. En el andén sólo había un hombre de unos cincuenta años leyendo un periódico, un joven de pie tomado de los pasamanos, y una chica aparentemente drogada o ebria, dormida en un rincón. El suelo, como el de casi todos los trenes de aquella Tokio renovada, estaba lleno de sucias hojas de diario, alguna botella rota y hasta colillas de cigarrillos. Esto último la hizo sonreírse a sí misma, pensando en lo poco original que era su idea de no respetar la ley sobre fumar en los vagones.
            La portada del diario que leía el hombre hablaba de una nueva droga (aparentemente una pastilla) que producía extraños efectos en sus víctimas, y en la contraportada la foto de un ave muerta rogaba por una explicación. Los acontecimientos iban tomando formas realmente turbias. El mundo se está volviendo un sitio muy raro, pensó. Un nuevo giro argumental para los analistas. Y miró hacia la ciudad empapada.
El tren no demoró en llegar a su destino.
Después, caminó hasta el parque.
Para ese momento, los relámpagos ya dibujaban cicatrices luminosas en los nubarrones de aquel cielo. La tormenta regresaba, otra vez. Regresaba para quedarse. El aroma de la electricidad se materializaba en el aire. Al menos no corría brisa alguna, nada de viento. El silencio se humedecía por el murmullo de la lluvia. Cuando entró al parque, aquel sonido cambió. Los árboles −aglomerados por doquier− hacían que las gotas tuvieran otro tono, y eso relajaba a Rei. La nueva resonancia rápidamente la trasladó a otra realidad. Una finísima niebla estaba a ras del suelo, como una diminuta alfombra intocable que se movía, asustadiza, huyéndole a sus pasos a medida que avanzaba.
Con las manos en los bolsillos, los ojos escudriñando alrededor y la capucha del canguro siempre sobre su cabeza, llegó con paso decidido a orillas de un estanque. Aquello parecía un campo de batalla bajo el bombardeo de la lluvia. Un constante conjunto de ondas chocándose con frenesí. Rei se sentó a orillas de ese estanque. Miró la superficie del agua y se dejó empapar, a su vez, acompañada por la soledad y el frío. Comenzó a temblar, con los ojos clavados en las sombras, y aguardó. Esclava del tiempo, tenía la esperanza de ver aparecer al personaje anónimo entre los árboles que la rodeaba, pero eso no parecía querer ocurrir. Por el contrario, todo auguraba una larga espera en vano, mientras los relámpagos dibujaban figuras a su alrededor.
De niña, ese paisaje la hubiera aterrorizado. En la pre−adolescencia le habría causado curiosidad. A los catorce o quince años, le resultaría fascinante. Hoy sólo le parecía un reflejo. Una parte de sí misma plasmada en imágenes que provenían de lejanas historias de horror. Ella era el cuervo en la oscuridad. Un cuervo más, como tantos que surcaban los nuevos cielos de la modernidad, devorándose las aves que morían en las turbulentas calles de una Tokio  de actualización continua. Había tanta paz en aquel parque…
Era curioso cómo cambiaba tanto la atmósfera desde el sendero de entrada al parque hasta allí, junto a ese estanque. Era como si todo estuviera aislado del resto del mundo. Dentro y fuera al mismo tiempo de la realidad. Ese sitio había sido testigo de tantas cosas… Sobre todo desde la Tercera Guerra. Muchas historias se habían tejido. Incluso el centro del estanque había cambiado ahora su antiguo monumento –Rei no recordaba cuál era–, por la imagen de una niña que miraba con tristeza el agua. La pintura luminosa con la que la habían diseñado era tan realista que incluso resultaba escalofriante. No dejaba de pensar que tenía algo de Sadako[3]. La misma atmósfera perturbadora.
El siguiente relámpago tomó a Rei por sorpresa.
Después, un trueno hizo temblar el suelo bajo sus pies.
            El tinte azulado que parecía tomar la niebla y los árboles, se fusionó transmutándose a un rojo lóbrego y profundo, pero sutil. No era fácil descubrirlo, excepto si fijabas la mirada durante cierto tiempo. Sin embargo, en ese entorno, se hacía más evidente. Aquel sitio ya no era el parque Yoyogi. Era otro lugar… Pero, ¿dónde? ¿Dónde estaba?
            La lluvia seguía allí, pero era incapaz de sentirla. Tres mariposas pasaron a su lado, flotando sobre el estanque, a ras de la superficie del agua como aviones que aleteaban. Parecían buscar sobrevivientes a un extraño holocausto invisible del que Rei era la principal testigo. Y las sombras, ya desde entonces, le hablaban de tiempos oscuros que se aproximaban. Tiempos que ella no sería capaz de controlar y mucho menos resistir. Y aunque pareciera ilógico suponerlo, mucho antes que ese augurio flotara a su alrededor, ella había soñado con ese extraño futuro escrito en sus brazos a través de un código basado en líneas abiertas en su piel por una navaja que cumplía una misión para la que no fue concebida. Quizá esa alegoría se le adaptaría perfectamente, con el pasar del tiempo.
            Un rayo cayó en alguna parte, tras los árboles. Al norte. Probablemente sobre el distrito de Shinjuku o Nakano. Tras la caída violenta de su deforme y esquelético dedo luminoso, un trueno más fuerte que todos los demás retumbó con fuerza arrolladora, haciendo que el cordón de cemento sobre el que estaba sentada (¿Por qué no se había ubicado en uno de los bancos del parque?) temblara con especial notoriedad. La lluvia se hizo más fuerte entonces, para disminuir enseguida y convertirse finalmente en una finísima cortina. Sin embargo, a Rei la espera comenzaba a irritarla, algo que odiaba. Sobre todo cuando no sabía a quién esperaba. Hastiada, decidió que no aguardaría por mucho más tiempo. Si no aparecía en los siguientes once segundos, entonces…
            –¿Es usted «Rei»? –preguntó una voz a su lado.
            Con la inalterabilidad de una mente fría, ella volvió la cabeza a la figura ensombrecida que la miraba desde la oscuridad de un sombrero de ala ancha y un paraguas color negro.
            –¿Quién pregunta? –le respondió.
            Y el hombre esbozó una sonrisa que a Rei no le gustó nada.



Cuando era pequeña, Rei solía tener una extraña fantasía. Aunque llamarle «fantasía» no encuadra del todo con la complejidad que representaba aquella imagen que su mente proyectaba en la pared de su dormitorio. En todo caso, se trataba de una especie de visión del mundo, como si su pensamiento infantil tejiera en los primeros destellos de su infancia una escena precisa de lo que luego sería la vida.
            Podría decirse que la visión salía de un cuadro, y no sería erróneo. Cuando era niña, y mucho antes que las cosas se precipitaran, su padre solía tener una pintura de un hermoso paisaje que luego le parecería salido de algún videojuego. Lo asociaba sobre todo con Final Fantasy, y era curioso que ese nombre también tuviera conexión con sus emociones. En la pintura se veía este paisaje pseudo−tridimensional donde montañas se perdían en el horizonte, y flotaba una isla de tierra sobre el valle, alrededor de la que extraños artefactos diseñados por el pintor, flotaban como abejas en torno a una colmena. En la parte inferior, un lago de agua cristalina parecía permanecer tranquilo, como un gigantesco espejo ubicado estratégicamente bajo la isla que levitaba. El cielo estaba despejado, pero más allá de aquel ocaso que bañaba el paisaje, nubarrones extraños empañaban el filo del horizonte donde el sol pronto se ocultaría. A ella le encantaba el color anaranjado que se reflejaba en el metal de los artefactos que volaban alrededor de la colmena –así le llamaría a la isla de tierra que flotaba sobre el valle–, o las aves que aleteaban pausadamente hacia el infinito. La paz que ese cuadro le transmitía con el tiempo se acentuaría. Se imaginaba a sí misma, de pie sobre el prado mientras el viento movía su vestido y su pelo, con los ojos clavados en la isla que permanecía suspendida en el aire, buscando indicios de una vida mejor.
            Sobre aquel pedazo de tierra que flotaba había una ciudad. Una ciudad ultramoderna, limpia y tan enorme que las personas parecían hormigas. Era hermoso verlas allí, diminutas en aquella gigantesca metrópoli. Parecían tan felices… Todas unidas entre sí por un mismo hábitat. Un gran hormiguero de personas sin problemas. Sin diferencias. Sin razones. Pensando lo mismo.
            Rei quería llegar a ese lugar. Ese era su deseo. Mientras su padre insistía en que –por supuesto– el lugar en el cuadro no existía, sino que era parte de la imaginación del autor –alguien llamado Masahiro Nojima–, ella diseñaba extraños mapas que nadie era capaz de entender del todo, para llegar al paisaje preciosista y mágico que se mostraba en aquella lámina. Esa idea extraña de viajar a ese sitio del que sólo tenía una pintura creada con un talento formidable, la acompañó hasta la pre−adolescencia, cuando cambiara las muñecas por somníferos, y a Hitomi Yaida por Marilyn Manson. Las memorias perdidas de aquella época se mezclaban y superponían como las capas rotas de una gran cebolla que apestaba en su interior, y la trasladaban a los estados más sublimes. A menudo se preguntaba qué sería lo que escondían esas imágenes, cuando la observaban directamente a los ojos desde el pasado. ¿Qué mensaje traían? ¿Cuál era su moraleja, después de todo?
            –Que todo lo bonito, siempre acaba en algo feo –pensó en voz alta.
            Y Hayate la miraría, pensativo, buscando quizá reconocer si aquello lo había dicho o era otro de los efectos de la droga.
            –El objetivo es lo bueno, no lo malo –murmuró Nobu.
            –Cuando venga lo bueno despiértame, ¿sí? –le respondió Rei, y se recostó en el sofá.
            Se dio vuelta, con el rostro hacia el respaldo del asiento. Cerró los ojos, y volvió a pensar en el paisaje de aquel cuadro.
            –La moraleja es que todas las niñas buenas van al Cielo, sí. Pero sólo las que mueren a tiempo de no cagar su reputación. Las demás, las que crecemos a pesar de todo, terminaremos siendo perras que se quemarán en el infierno.
            –No digas eso, Rei… –intentó decir Hayate. Pero la chica lo volvió a interrumpir.
            –Ningún adulto va al Cielo. Dalo por seguro.
            –Como si creyeras en esa basura del Cielo y el Infierno.
            –Hablo hipotéticamente, idiota. Si existiera, ningún adulto iría a él. Todos nos vamos al infierno. Por eso lo mejor es morir joven.
            –Morir joven –repitió Nobu.
            Y Hayate negó con la cabeza.
            –Qué ideas tienes. Si hay que morir joven, ¿por qué no te suicidas y ya?
            –A mí no me preocupa el Cielo. Lo que yo quiero es mi lugar abajo.
            Hayate rió a carcajadas, y de la boca le salió una bocanada de aquella droga vietnamita que había probado hacía apenas unas semanas, y que hasta ahora seguía sin descubrirle toda la variedad de efectos que contenía.
–Te lo ganaste, no te preocupes –dijo, entre risas.
            Sin cambiar de posición, Rei se limitó a levantar su brazo y enseñarle el dedo medio.



La imagen del cuadro también llegó a su mente mientras caminaba a orillas del estanque, en el interior de la versión alternativa del parque Yoyogi; el sitio que no parecía ser el mismo que veía a diario. El Hombre del Traje Gris sostenía el paraguas y ella seguía con las manos en los bolsillos. Cuanto más cerca estaba de él, más sentía su extraordinaria altura. Y si no fuera por su acento y los ojos rasgados, habría jurado que era extranjero.
            –Mi nombre no importa –dijo el tipo–. Estoy aquí por negocios.
            –¿Trabajas para una empresa?
            –Oh, no, no. Trabajo para un grupo de empresas.
            Un grupo de empresas –repitió Rei.
            –Así es. Un grupo de empresas. No todas de Japón, hay algunas extranjeras también. Necesitamos ayuda de ustedes, los del underground.
            –¿Qué tipo de ayuda pueden necesitar un conjunto de empresas de nosotros, los pobres marginados de la periferia? –preguntó ella, con sarcasmo.
            –Vamos, que todo el tiempo las grandes corporaciones recurren a ustedes. ¿O vas a negármelo?
            La chica pensó durante un instante.
            –Hay algo que no me cierra. Nunca vino a nosotros una empresa internacional, ni un conjunto de empresas. Hasta ahora sucedía lo contrario: siempre eran compañías individualistas, que detestaban a las demás. ¿Por qué se juntaron éstas?
            –Son socias entre sí.
            –Sí, claro. Como Pepsi y Coca Cola.
            –Sé que hay pocas empresas que se asocian entre ellas, pero este es un caso excepcional. No son cualquier empresa.
            –¿Y de qué va ese grupo? ¿Qué es lo que fabrican?
            –Eso lo sabrás a su tiempo. Ahora queremos saber si vas a colaborar con nosotros. Por el dinero no te preocupes. Lo que debamos pagar, lo pagaremos.
            Rei se encogió de hombros.
            –Lo pensaré… Aunque supongo que si hay dinero, hay trabajo. Pero te advierto que no hago nada a ciegas. Antes de comenzar a hacer el operativo, necesitaré toda la información posible sobre cada una de las sociedades involucradas en el proyecto, ¿entendido?
            –De acuerdo.
            –¿Cuántos países están interesados en este trabajo?
            –Once en total, pero sólo tres están al tanto.
            –¿Cuáles son esos tres?
            –Una de las sucursales se encuentra en Nueva York. Otra en Londres. La última aquí, en Tokio. También tenemos una cuarta, aunque esto no lo saben todos, que está en Seúl.
            –Es decir que son cuatro los países enterados.
            –No, no. Es que, verás, no hablamos esencialmente de sitios geográficos. Hablamos de otra cosa. Pero ya te enterarás más adelante.
            Rei asintió. Se detuvieron en el siguiente sendero, y se ubicaron en uno de los bancos que bordeaban el agua, ahora de una tonalidad rojiza –quizá producto de las luces de la ciudad. Ella sacó un cigarrillo, y antes que fuera a encenderlo, el Hombre del Traje Gris le ofreció fuego. Ella hizo a un lado la mecha encendida, y prendió el cilindro de papel por sí misma, con su propio encendedor.
            –¿Cuál es el trabajo?
            El hombre sonrió.
            –Verás, se trata de entrar en una red. Una red a la que nadie ha entrado jamás.
            –Ajá.
            –Ya sabes que la red internacional de computadoras no es la única. Existen tres niveles alternativos de Internet. Pero la que yo quiero piratear está separada de cualquiera de ellas. Es una red paralela… ¿Me sigues?
            –Eso creo.
            –Esta red es igual de enorme (quizá aún más grande) que los modelos de internet que conocemos. Sin embargo, en su interior suelen moverse datos mucho más importantes que cualquier dato que almacenemos incluso en la Red Pirata.
            –No entiendo cómo es que nunca escuché hablar de esa supuesta red.
            –Nadie escuchó. Es una conexión utilizada sólo con fines militares.
            –Es decir que la utilizan los gobiernos.
            –Algo así.
            Rei miró el reflejo de la ciudad en la superficie cristalizada y tranquila del estanque. Había dejado de llover, y ahora los edificios se dibujaban brillantes en el espejo acuático de aquel pequeño lago. De nuevo, tres mariposas pasaron flotando sobre ese microuniverso de agua, buscando sobrevivientes. Sus alas brillaban en la oscuridad.
            –Es un trabajo peligroso. Ustedes quieren entrar en una red distinta. Están desafiándome a ingresar en un lugar codificado de una forma que no soy capaz de imaginar. No estoy preparada para hacer algo así. Ni siquiera sé qué tipos de amenazas informáticas existen, o de qué manera podrían rastrearme. Es como ir a la guerra completamente desnuda.
            –No te preocupes. Esas cosas las sabrás. Te informaremos de todo eso a su tiempo.
            –¿Para qué quieren entrar en esta red? ¿Qué buscan?
            –También eso es confidencial.
            –No me lo dirán.
            –Me temo que no. Sólo eres un peón, entiende eso. Harás el trabajo, nos darás la información, te pagamos, y asunto arreglado. ¿Está bien?
            Rei asintió.
            –Es un buen trato. Pensándolo bien, no me interesa involucrarme demasiado.
            –Sabía que pensarías así. Todos los hackers piensan así.
            –Lo sé. Somos putas. Venimos, hacemos el trabajo, cobramos y nos vamos. ¿Qué importa quién era el tipo en la cama? Lo que importa es el dinero, ¿cierto?
            –Cierto.
            Rei fumó una nueva pitada de su cigarrillo.
            –Hay muchos que matarían por saber de esta red.
            –Precisamente por eso te pagaremos bien. Para que mantengas la boca cerrada.
            –No se preocupe. Hablar no es lo mío.
            –Mejor.
            Se puso de pie.
            –Ahora debo irme.
            –Está bien. También yo.
            –La próxima vez llámeme. Esta semana, mi móvil es…
            –No te preocupes, ya lo sabemos.
            –¿Cómo lo saben?
            –Digamos que también tenemos nuestras conexiones.
            –De acuerdo. Pero no vuelva a interferir en mis aparatos. Odio que interrumpan mi trabajo.
            –¿Tus aparatos?
            –Ustedes entraron en mi red de ordenadores…
            –Nosotros te encontramos a través de tu móvil. Lo rastreamos.
            –¿Ustedes qué?
            –Sí, también podemos hacer eso. Pero no tocamos tus ordenadores. Si tuviéramos el conocimiento para hacerlo, entonces no te contrataríamos, ¿no crees?
            Rei asintió, pensativa.
            –Entonces… ¿quién me mandó esos extraños mensajes? –se preguntó en voz alta.
            –¿Qué mensajes? –preguntó el Hombre del Traje Gris.
            Y luego, como si se le ocurriera de pronto
            (Rei, ¿cuando acabarás con tus inesperadas decisiones viscerales?)
            dijo con voz firme:
            –En ese lugar, supongo que no tengo ninguna razón para estar aquí, o si quiera trabajar con ustedes.
            (mal asunto, mal asunto)
            El Hombre del Traje Gris, por primera vez, se mostró asombrado. Casi hostil.
            –¿Y eso por qué?
            –No me gusta su…
            Iba a decir algo más, pero su impulso se frenó mucho antes que las palabras llegaran a su boca. En un reflejo automático, como si alguien le hubiera advertido, clavó la vista en uno de los senderos de la arbolada, donde una figura de pie estaba observándolos.
            Se puso a andar. Corrió a toda velocidad detrás de aquella sombra huidiza, que avanzó rápida hasta salir a la calle. Su gabardina negra flotaba como una capa en la noche. Irrumpió en la avenida, la cruzó, y dobló a través de un viejo pasadizo. Rei la siguió lo más que pudo, pero fue en vano. La perdió en el siguiente callejón sin salida. A su alrededor, sólo había tachos de basura, la tapa sellada de una alcantarilla, a través de la que emergía un vapor maloliente, y algunos cuervos que se comían los restos de alimentos que había tirado un restaurante cercano.
            Cansada, enojada, curiosa… llena de emociones y preguntas sin ninguna respuesta, se quedó de pie en la oscuridad, aguardando una señal que nunca llegó.

            Mucho después que se fuera, cuando el callejón estuvo vacío de nuevo, las sombras cobraron vida. Tomaron una forma, casi por azar.  Una silueta humana que desapareció a través de las calles desiertas, bajo una nueva lluvia torrencial.
            Oscuro, pensativo, anónimo.
            Su gabardina negra flotando como una capa.


























Mientras la ciudad duerme su sueño inmensurable, él yace en la oscuridad de un cuarto vacío. Las paredes llenas de garabatos y frases. Mensajes encontrados en un escenario apocalíptico. Las pesadillas de todas las personas que pasaron por aquí. Una habitación con sólo un par de ventanas, tras los cuales se desatan imágenes cargadas de hipnóticos presagios.
            Recostado en el suelo y desnudo, se retuerce. Su pálido cuerpo cilíndrico parece danzar en las sombras, mientras las luces externas lo iluminan de a momentos, como si se trataran de relámpagos que pasan y echan un vistazo al interior de aquel negro recinto. Su cabeza calva brilla en las sombras, pero su rostro aún no tiene ojos. Ni boca. Ni nariz. Es apenas una larva. No tiene nada para ofrecer. Su vulnerabilidad y su fragilidad no le sirven de escudo.
            Todavía no hay rastros de mucosidad… pero sabe que sigue siendo repugnante a los ojos de cualquier persona. Siempre será así.
            Es tan prematuro, que ni siquiera ha escuchado la Voz aún. Pero eso, claro, no demorará en suceder. Ese instinto ya flota en el aire, aunque no haya mostrado acto de presencia. Flota y seguirá flotando por mucho tiempo. Acompañará al niño mientras viva.
            Detrás de la ventana, se produce una diversidad de imágenes. Como un zapping multidimensional. Primero las cúpulas de una ciudad, un valle desértico, el océano. Después un bosque, un cuarto, personas hablando.
            Un hombre pasándole drogas a otro.
            Una pareja consumiéndose en una cama.
            La colegiala acosada en un callejón. No escapará esta vez.
            Un tipo de traje gris sentado frente a un ordenador…
            …una chica en la bañera, cortándose las venas.

            Y las delimitadoras líneas en las muñecas le sonríen al niño que se retuerce en el cuarto. Las heridas nuevas, y las viejas cicatrices, le sonríen como bocas desdentadas.
           


            Y el niño les devuelve la sonrisa.
            El niño ha encontrado su presa.

           


            Ha llegado el tiempo de las cosas amargas.





[1] FATUM: “Destino”, en latín.
[2] S&M: Sadomasoquismo.
[3]SADAKO: Hace referencia a la niña maldita de la película de j-horror “Ringu”, conocida en Occidente como “The Ring”.




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Próximo Capítulo: "Efemérides de la Noche"